En la última década, las democracias en América Latina han experimentado retrocesos importantes colocándolos a niveles similares de lo que se vivía a finales de la guerra fría. Esta “ola de autocratización” se ha concretado a partir del debilitamiento de las capacidades de vigilancia y control de los poderes públicos sobre el Ejecutivo, de la asfixia presupuestaria y control político de los órganos garantes de derechos humanos, del debilitamiento del sistema de partidos, del control de la información pública y la falta de autonomía de los medios de comunicación. Paralelamente, la restricción del espacio cívico ha adquirido distintas formas, desde normas que penalizan fiscalmente a las organizaciones sociales, hasta amenazas, criminalización y encarcelamiento hacia quienes defienden derechos fundamentales.
Aunque los procesos electorales son reconocidos como la única vía legítima de acceso a un cargo de elección popular, las elecciones distan mucho de cumplir con estándares de equidad, igualdad y transparencia. Las campañas electorales son una expresión más de la corrupción política que se vive en la región. Desde México hasta el Cono Sur, se registran distintas manifestaciones como: I) el desvío de recursos públicos y el financiamiento opaco de campañas electorales; II) el uso de programas sociales con fines político-electorales; III) la falta de democracia interna de los partidos políticos en la designación de candidaturas, IV) la existencia de mecanismos de fiscalización débiles o ineficientes hacia los partidos políticos; V) la ausencia de mecanismos de control social eficientes hacia las acciones y omisiones de los partidos políticos.
Este contexto genera ventajas indebidas hacia los contendientes de la disputa por el poder. Sin elecciones justas, equitativas y competitivas la voluntad popular se distorsiona y se pone en duda la calidad y la vigencia misma de las democracias.