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Premios y homenajes

Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances

 

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1995

Nélida Piñón icono

(Brasil, 1937-2022)

 

Discurso

Soy una mujer a quien su abuelo gallego prestó su memoria. Por lo que mi abuelo es mi narrativa. En mi ser abundan las memorias de lo que no viví, que no toqué, que no heredé. Mi memoria se aloja en un lugar donde estuvieron siempre el pensamiento, la emoción, las pasiones humanas. Diariamente soy perseguida por el espíritu de la narrativa. Sé que el mundo es narrable y que el arte, en medio de la desesperación y la esperanza, logra interpretar toda la dimensión humana.

Tengo el gusto de servir a la literatura con memoria y cuerpo de mujer. En mí residen los recursos sigilosos que la mujer engendró a lo largo de la historia, mientras se incorporaba al ceremonioso cortejo que la conduciría a participar de los misterios de Eleusis. Dependo, pues, del uso de múltiples máscaras para iniciar la primera frase de una novela. Para seguir mejor las instancias de mi siglo y de los siglos pasados. Bajo la custodia del tiempo, sufro cada palabra que fabrico.

Narro, porque soy mujer. Narro porque desde mis orígenes cumplo con una creencia proteica. Bajo el ardor de la vida, bajo la Epifanía de las palabras, me toca asumir todas las formas humanas. A ninguna de ellas doy la espalda, ni cancelo sus voces narrativas. Me declaro hija del imperio humano. En mí resuenan las postreras campanadas que el carrillón humano hace repicar en el inextricable desierto.
(...)
El Brasil es mi morada, una geografía real y mítica que favorece el gusto de la aventura narrativa y del ejercicio imaginario. Allí habitan un pueblo de alma caprichosa resguardada en las grutas y escritores que, al abrigo y desamparo de sus propios sueños, sorprenden en cada esquina al ingobernable trazo de la pasión humana.

Hace cinco siglos vivimos una perturbadora experiencia civilizadora. Nacidos históricamente de una utopía expansionista, en plena vigencia renacentista, el país marcó desde el principio una viva oposición a la historia al absorber una práctica tomada de la alta Edad Media o bien, de la Contrarreforma, una y otra promovían la ruptura con los ideales del Renacimiento.

En este evento, surge la figura inaugural de un jesuita español, José de Anchieta, el primer escritor del Brasil. Escribía como si en aquel tiempo hubiesen existido brasileños lectores, escribía para un Brasil que apenas comenzaba a existir. Intentaba con sus textos enternecer y evangelizar a los viejos antropófagos, que aún conservaban en las cavidades dentarias restos de carne humana. Recogía en sus manos un mundo recientemente concebido por Dios. Mientras tanto, escribía en la arena poemas que las olas después borraban; convertía a la gente al cristianismo, instaurando su liturgia en el picadero de la tierra recién descubierta. A su alrededor, la atracción de los portugueses y de los indios hacia lo nuevo, seducidos por la lujuria y la ganancia.

A José Anchieta lo exaltaba, sobremanera, el territorio de las fundaciones míticas, regiones provistas en sí mismas de recursos capaces de alcanzar la apariencia de lo real. A pesar  de todo, había que representar los frutos de la tierra,  la geografía exuberante, la presencia de Dios con natural sacralidad. Todo en Brasil denunciaba un vacío  que la invención humana y el espíritu debían colmar. Por donde este hombre  pasaba, la realidad cobraba una habilidad descriptiva y una inmediata vocación novelesca. Los episodios narrativos encadenados precisaban de una expresión teatral. Lo cotidiano flotaba en la esfera del enigma. Allí, en América, se enlazaban el estupor y la naturalidad. Era un misterios, pues, una función teatral aquella fascinante experiencia histórica.

Aquel país, a pesar de las florestas espesas, de los ríos oceánicos, de un sinnúmero de tribus, estaba destinado a tener su iniciación estética, bajo las reglas de la representación teatral. Era necesario crear un mundo y este mundo, aplaudido por Dios, debía a su vez apropiarse de la ilusión  como tema principal.

Así, por medio de la representación y del uso de la lengua tupi –lengua general--, Anchieta impuso al Brasil la poética del simulacro, nada existía en la vida terrenal o espiritual que el teatro, a cielo abierto, no pudiese dibujar y reproducir con igual perfección. Bajo la égida de la ilusión, que es la capacidad de aceptar los sentimientos que nos habitan, como premisa para la propia obra de arte, Anchieta contaba con la imaginación para confirmar este sentimiento original.

Por donde pasaba, iba sembrando tablados modestos y paños sueltos al viento, creaba elementos de simulación del universo. Un teatro que tomaba a los indios como actores, y aplicaba en sus espectáculos artificios de precaria imitación. Al recurrir a la ilusión, casi de carácter teológico, usaba a un trovador para insertar sus evocaciones bíblicas. Tenía la convicción de que existía en la ilusión artística el propósito de crear un mundo que se debe aceptar como posible.

En ese escenario brasileño, a la intemperie, cuyo único abrigo eran los árboles y la esperanza, su teatro ambicionaba descifrar la arqueología humana y formar parte de la aspiración colectiva. Instauró en el palpitar del corazón del Brasil, el delicado equilibrio entre la realidad y la invención. Les ofrece el desafío de adoptar, un mínimo lapso, las convenciones estéticas y culturales que la civilización cristiana engendró lentamente durante su formación. Todos debían absorber en un instante un prodigioso arco cultural que implantase entre ellos el espectáculo continuo en su singularidad.

Se inicia en la psiqué colectiva, a lo largo de los siglos, el sentimiento del milagro, el modelo de la realidad que puede actuar y expresarse bajo el impulso del azar. Se extiende por lo cotidiano desvalido un permanente sentido de representación que alienta la vigencia de una estética capaz de suplir a lo cotidiano del arte con la factura de la improvisación y de la imitación.

De esta manera, desde los orígenes de la sensibilidad brasileña, se implanta en el arte la estética de la carencia y de la magia. Una perturbadora alianza que convierte el milagro o a su esperanza en una variante estética. Y que indica los prodigios, como facetas restauradoras del imaginario americano.

Más tarde, el Brasil, desembocando en el barroco, faculta la creación de mayores fantasías y devaneos verbales, alarga la percepción del escritor para abonarlo, a semejanza de Simbad, el marinero volátil de la mentira y de la abundancia. De esta forma viajan todos por los archipiélagos de la lengua, a la escucha del viento que propaga controversias, sentimientos inflamados, nudos que entrelazan lo ambiguo y lo rarefacto. Adhieren a los hechos y a las recónditas evasiones del hombre, para marcar a la historia  un rumbo inesperado y sagaz.

De la cosmogonía del europeo, del  indio, del negro,  aflora un denso universo de mitos, leyendas y narrativas. Un fabulario  que se incorpora al paisaje psíquico del escritor, a las emociones de la lengua, a la apasionante aspereza del  texto. De este mar de incertidumbres  y de asombros, de los conflictos entre lo superlativo y el desperdicio, se afina el escritor con las pautas del imaginario. En especial con la narrativa que se consolida en mil historias, cada cual con mil versiones singulares.

Es en este país donde emerge el genio de Machado de Assis. Salido de América, al desamparo de las discretas glorias del oficio, elabora su obra sin jamás haber dejado Brasil. Tenía el mar, la ciudad de Río de Janeiro y el pesimismo como únicas esperanzas.

Sus sucesores igualmente rechazaron el exilio voluntario para dar forma al sueño del arte. Atados al Brasil, ejercieron allí el intrincado papel del escritor, limaban la realidad, engendraban personajes dramáticamente irreconocibles entre sí y pulían la plata de las palabras. El texto, registro de los escombros humanos y de la memoria en ruinas, realzaba vivos y muertos, descubría el esqueleto de cualquier secreto. Para tratar de la sociedad, para dar luz a un país que excedía a cualquier molde sociológico, era necesario buscar la salvaguarda del arte, su círculo de fuego.