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©Sergio Bastani

 

Rodrigo Hasbún

Bolivia, 1981

 

 

Llevo quince años deambulando de ciudad en ciudad (Santiago, Barcelona, Ithaca, Toronto, Houston...), pero mis sueños siempre suceden en Cochabamba, de donde empecé a irme en serio a los 22. Si se pudiera, volvería ahora mismo a 1996 o 1997, y me quedaría ahí para siempre. “Quise ser músico y no lo logré” sería, quizá, mi resumen más justo.

EscHe publicado los libros de cuentos Cinco, Los días más felices y Cuatro, una antología de ellos titulada Nueve, la recopilación de textos de ocasión Las palabras, y las novelas El lugar del cuerpo y Los afectos. Ninguno de esos libros tiene más de 150 páginas y eso, de una forma extraña, me hace feliz.

Todos los inviernos se me olvida averiguar adónde se han ido las hormigas y las moscas. Nunca he visto a un pájaro morir en el aire. 80 o 90 años me parece que no alcanzan para nada. La persona que sale en las fotos no soy yo.

Fragmento de “La casa grande”

Era lindo saber que te buscaban, que lo único en el mundo que alguien quería en ese momento era encontrarte. Por eso ocultarse entre dos no tenía tanto chiste. Pero a mí me tocó con Lucía y yo con Lucía podía hacer cualquier cosa. Me agarró de la mano y dijo que tenía una gran idea.

A Mia y Melisa les tocaba contar. Oíamos sus voces todavía (¡nueve!... ¡ocho!... ¡siete!), pero cada vez más lejos. También oíamos las risas de los mayores, se los sentía un poco borrachos. Su mano estaba caliente y sudada y ella caminaba rápido. Salimos al patio de atrás, que en realidad ya era campo.

No creo que valga aquí, dije.

No dijimos, dijo ella, así que vale.

Aquí no van a encontrarnos ni queriendo.

or eso mismo. Ven.

Los dos caballos del abuelo empezaron a relinchar cuando llegamos. Les tenía miedo pero no dije nada.

Lucía se metió en la caballeriza y le acarició la cabeza a uno. Parecía que la estaba mirando a los ojos, los del caballo eran el triple de grandes. Los dos parpadeaban y yo no me animaba a entrar.

No seas marica, dijo ella.

No es por marica.

Por qué entonces.

Hay víboras. En la tarde le disparamos a una. No se quería morir.

Ella dejó de acariciar al caballo y me miró. Con su piel tan blanca parecía un fantasma.

Mamá dijo una vez que a las mujeres se les pueden entrar, seguí yo.

¿Las víboras?

Sí. Por eso no tienen que hacer pis en el campo.

El otro caballo empezó a respirar ruidoso y yo aproveché para mirar hacia la casa y ver si Mia y Melisa se habían dado cuenta. No había nadie, tampoco Anna ni mi hermano. Años después él la embarazó y tuvieron que hacerla abortar. Años después pasaron muchas otras cosas, todos nos fuimos ensuciando.

Ya vámonos, dije.

Que nos encuentren primero, dijo ella.

Nos sentamos a un costado de la caballeriza y poco después la luz se fue repentinamente. Miramos hacia la casa, ahí igual estaba oscuro.

Lucía sintió miedo recién.

Ahora no seas tú la marica, dije, es solo un apagón. Pero también tenía miedo, sobre todo porque nadie venía por nosotros ni tampoco gritaban nuestros nombres.

Quise abrazarla y me apartó con brusquedad.

Es tu culpa, dije, tú eres la que quiso venir aquí.

Traidor, dijo ella mientras se ponía de pie. Traidor de mierda, dijo, nunca antes la había escuchado decir una mala palabra, y empezó a correr hacia la casa.

Yo me levanté y corrí detrás.

Hasbún, Rodrigo. (2011) Los días más

felices. España: Duomo ediciones