©Eugenio García Chinchilla
Catalina Murillo
Costa Rica, 1970
Hace casi 50 años nací en un taxi en un puente sobre un río que separa dos provincias de Costa Rica. Mi papá era filósofo y mi mamá payasa, a su manera. Soy géminis y dual en todos los aspectos de mi vida. Estudié de los 7 a los 17 en el Liceo Francés. Ahí cantábamos La Marsellesa en medio del cafetal, bajo un sol vengativo.
Empecé desde muy niña a escribir, como una actividad subrepticia. Era un acto de venganza. Escribía haciendo según yo algo prohibido. Escribía burlando la autoridad paterna. Crecí sin tele; el papá filósofo decía que los únicos juguetes y viajes que valían la pena eran los imaginarios. He de reconocer que nunca tuve novios tan maravillosos como Paulus, ni novio imaginario que dejó de visitarme a mis 33.
Gracias a la Escuela Internacional de Cine de San Antonio de los Baños, Cuba, descubrí que quería ser escritora, que escribir era algo a lo que una se podía dedicar. Rellenar un vacío es la esencia de mi oficio.
Volví a nacer en Madrid, a los 28 años, ciudad donde viví un par de décadas -en esta vida- y muchas más en vidas anteriores. Ahora tengo la doble personalidad española y costarricense y siento que toda mi vida ha sido un puente entre no sé qué y qué.
Mis temas obsesivos y recurrentes son: el exilio y el amor. Mi escritura siempre ha tenido algo de mensaje enviado en una botella. Apenas ayer caí en cuenta de que soy feminista. No sé cómo no lo había entendido antes.
Fragmento de Tiembla, memoria
“Dios aprieta pero no ahoga” dicen las Sagradas Escrituras y resultó ser ario de arriba abajo, excelente pronóstico de su aparataje amatorio. –Tengo el corazón destrozado –le dije, doblado al inglés. Y sonriendo le extendí mis dos manos para enseñárselo como un ratón moribundo–. Tengo una pena de amor –fue todo cuanto tuve que añadir. Bastó para que él largara un discurso memorable acerca del síndrome postamoroso, mientras rodábamos calle abajo sin que ninguno le preguntara al otro quo vadis.
Me dijo que no me castigara por haber amado. Pensé “qué hombretón tan candoroso”, con esa tendencia que tenemos los latinos a tomar a los sajones por tontos, pero él acuñó la frase “no pagues enamoramiento con escarmiento”, que en inglés no hace rima. Uno entregó lo que entregó y como lo entregó porque estaba enamorado –continuó–, uno vivió el amor como lo vivió y sólo faltaría sentirse ridículo o culparse por sufrir; sufre a tu manera, sin preocuparte de nada, ni siquiera de qué diría él… o ella –aclaró–, los holandeses a la vanguardia.
Yo refocilaba mis deshidratados ojos en sus enormes proporciones. El auto le quedaba pequeño, entonces llevaba los muslazos abiertos como dos tenazas hirvientes. A juzgar por sus muñecas y el anverso de sus manos, toda su carne estaría rociadita de pelos cobrizos. Estaba fuerte y rotundo en su asiento, mi bello entre los vellos, y quise estar bajo aquella piel nórdica, oír crujir todos mis huesillos bajo su esqueleto gigante y busqué veinte ocasiones para rozarlo y veinte encontré y cada vez sentía bzz bzz, una corriente eléctrica. Él dijo que debería haber algo como una brigada de socorro dispuesta a besar, acariciar y decir palabras dulces a la gente herida de amor, sin cobrar, I mean.
A lo que la mujer herida:
–Allá en las afueras de la ciudad tengo una casa vacía en la que sólo hay una cama.
A la casa de las afueras fuimos a dar. Qué espíritu caritativo era el suyo, qué ganas tenía de entregar. Su piel blanquísima olía a juguete nuevo y su boca se tomaba todo su tiempo, yo nunca había sido bienaventurado receptáculo de algo así; y como si él también llevara siglos en un erial no paraba de murmurar cual saxo you are so sweet and soft. Yo entendí que dios padre celestial me estaba recompensando cuando él, como quien desenvuelve un regalo, se quitó la ropa y de detrás de su simpático calzoncillo de elefantitos de colores brotó como un chiste, que de golpe se pone intenso, un moco de elefante gigantesco aparato de suplicio.
–¡Entra en mí hasta mis últimas raíces! –le imploré–. ¡Rellena todo mi vacío!
“Cuánto vacío hay dentro de mí si eso me cabe”. Y cupo. Habiéndome satisfecho setenta veces siete, el ángel ario dejó caer su cabezota cuadrada en mi pecho de nodriza y me preguntó, admirado:
–What do you like best about sex?
–The mirage of love.
Murillo, Catalina. (2013)
Tiembla, memoria.
Costa Rica: Uruk Editores