João Paulo Cuenca
Nació en Río de Janeiro, en 1978. Es autor de cuatro novelas y un volumen de crónicas. Sus libros fueron traducidos a ocho idiomas, y sus derechos han sido comprados por once países. En español publicó El único final feliz para una historia de amor es un accidente (2012), Cuerpo presente (2016) y Descubrí que estaba muerto (2017).
Ha sido reconocido como uno de los mejores escritores jóvenes latinoamericanos por el Hay Festival Bogotá 39, y fue seleccionado como uno de los mejores escritores brasileños de su generación por la revista británica Granta.
J.P. Cuenca fue curador de la programación del café literario de la Bienal del Libro de Bahía, en 2013, y de la Bienal del Libro de Belo Horizonte, en 2014. En 2010 fue curador del proyecto literario Amores Expresos, que llevó a 16 autores brasileños a escribir libros en 16 ciudades alrededor del mundo.
Desde 2003 escribe crónicas semanales para los principales diarios brasileños como Jornal do Brasil, O Globo y Folha de São Paulo, y actualmente es columnista de The Intercept Brasil, portal de noticias lanzado en 2014 por Glenn Greenwald y Laura Poitras.
Es director de A morte de J.P. Cuenca (2016), filme relacionado a la novela Descubrí que estaba muerto, seleccionado para el Festival de Río y para la Muestra Internacional de Cine de São Paulo, y exhibido en quince festivales internacionales de cine entre 2015 y 2017.
Fragmento de la novela Descubrí que estaba muerto
1
Descubrí que estaba muerto mientras intentaba escribir un libro. Todavía no era este libro.
Yo vivía con mi mujer en un departamento del contrafrente, ubicado dos pisos arriba de un restaurante. Los empleados tenían la costumbre de reunirse en el patio de la planta baja, en ese espacio interno en que las construcciones de la cuadra forman un poliedro sin intimidad. Allí comían, fumaban, usaban el teléfono, se ponían a conversar. Sus palabras traspasaban las paredes de mi casa. Era como compartir el Inferno de Strindberg y oír las voces que lo perseguían por los hoteles baratos de París en el crepúsculo del siglo XIX. Pero esto era Río de Janeiro y, a diferencia del escritor sueco, yo no estaba loco.
O es lo que quería creer. Como las conversaciones a los gritos me despertaban todas las mañanas y no me dejaban trabajar durante el día o coger por las noches, solía llamarlos por teléfono para quejarme del barullo. Cuando estos reclamos terminaban en nada, les gritaba desde la ventana:
—¡Cállense la boca, hijos de puta!
Una noche, luego de un breve intercambio de insultos, les tiré lo primero que tenía enfrente: una bolsa de residuos llena de cartas. En respuesta, alguien lanzó un huevo a la ventana de la sala. Mi mujer lloró. Mientras la clara todavía chorreaba por el vidrio, ellos recogieron los sobres y fueron a la comisaría más cercana.
La policía me fichó bajo la acusación por los delitos de Amenaza y Arrojo de residuos en el Expediente del Caso n.° 014- 03595/2011.
2
Tres días después, una llamada me despertó a las once de la mañana. Era el último sábado de abril de 2011.
—Hola.
—¿Quién habla?
—¿Con quién quiere hablar?
—¿El señor João Paulo?
—Sí.
—João Paulo Vieira Machado de Cue… —duda.
—Cuenca.
—Sí. ¿Hijo de Maria Teresa Vieira Machado y Juan José Cuenca?
—¿Quién habla?
—De la comisaría 5.a, soy el inspector Gomes y nosotros iniciamos el sumario después de la denuncia por el problema aquel con el restaurante.
—¿Sí?
—Y aquí hay otro expediente, fechado el 14 de julio de 2008, con su nombre.
—¿De 2008?
—Sí.
—No tengo la menor idea.
—Este certificado informa su fallecimiento.
—¿Qué?
—Su certificado de defunción. Aquí está escrito que usted está muerto.
—Yo no estoy muerto.
—¿Conoce a una tal Cristiane Paixão Ribeiro?
—No.
—Será mejor que venga a la comisaría para esclarecer esta historia.
—¿Ahora?
3
Camino a la comisaría, que quedaba en el centro, miraba la playa por la ventanilla del taxi.
Visto desde el océano, el coche era un pequeño punto metálico reflejando el sol mientras avanzaba delante de la tripa de edificios en las avenidas a orillas del mar. Al fondo, el gigantesco Maciço da Tijuca dominaba el paisaje con sus tonos verdes sobre la piedra.
La muralla natural que divide Río de Janeiro incluye la sierra jorobada del Corcovado, el Morro Dois Irmãos y la Pedra da Gávea, divisores entre la zona sur, la zona norte y la Barra da Tijuca. Desde lo alto de los morros, el panorama sinuoso de las favelas desemboca en un palillero de edificios recortado por los intentos geométricos de las avenidas asfaltadas hasta la playa y lo azul. En lo alto de aquel sube y baja topográfico que mezcla ladrillos con la Mata Atlántica, los pobres observan a los ricos de arriba hacia abajo.
Muchos de ellos trabajan en las casas de los habitantes del asfalto —en la cocina, en la portería o cuidando a sus hijos— y además prestan el servicio de delivery de comidas, remedios y cocaína. A su vez, los jefes del narcotráfico en las favelas que cercan la zona sur y los personajes que habitan departamentos de mil metros cuadrados por detrás de las fachadas espejadas de las avenidas frente al mar mantienen lazos todavía más estrechos entre sí.
La ruta del dinero involucra a políticos de alto rango, ejecutivos del mercado financiero, puestos clave de la policía militar y civil, milicianos, diputados, constructores, traficantes y pastores neopentecostales que se dedican a lavar plata. Mientras en la punta del negocio están los jóvenes negros y descartables armados con fusiles en las arterias poco iluminadas de los morros, cuadras abajo los comerciantes con jacuzzis y pinturas de Romero Britto y Beatriz Milhazes en el living con vista al Atlántico los irrigan con dinero, contactos, armas y drogas. Mientras el ayuntamiento y el Estado abren caminos para que los contratistas y las concesionarias privadas de servicios públicos controlen eficientemente la ciudad, los gobernantes garantizan su continuidad por medio del dinero de los socios que financia las campañas electorales, además del lobby por el prohibicionismo y por una política de represión bien armada y cada vez más cara. Al controlar el flujo de caja y el clima de guerra, el statu quo del crimen organizado estatal y de sus ramificaciones paramilitares que escalan los morros de Río de Janeiro está eternamente garantizado.
Si quisieran drogas, muchos de los residentes de aquellas torres de mármol no necesitarían llamar al moto-avión del
Morro do Vidigal o de la Rocinha. Bastaría comunicarse con el piso más alto del edificio y saltear a los intermediarios. Pero sería descortés de sólo pensarlo.
Al final, aquel era apenas otro fin de semana soleado, y los bien adaptados ciudadanos de Río de Janeiro caminaban, corrían, andaban en bicicleta por la vereda, jugaban variaciones del fútbol: futvóley, el loco, arco a arco. Ellos tomaban agua de coco en los quioscos que están al lado de la playa de Ipanema, hacían ejercicios en los aparatos de metal, bronceaban sus prósperos cuerpos en la rambla. Las mujeres los ignoraban mientras desfilaban su salud comprimida en ropas dos talles menores, mirando al vacío con pasos apresurados.
(…)
Cuenca, João Paulo
Descubrí que estaba muerto
España: Tusquets, 2017