Franklin Carvalho
Nació en Araci, municipio brasileño del estado de Bahía, en 1968. Se graduó en periodismo, con posgrado en derecho laboral. Sus dos libros, Câmara e cadeia (Cámara y cadena) (2004) y O encourado (El encorado) (2009), presentan temas sobre apocalipsis y vampiros. Carvalho demuestra que realmente posee virtudes literarias que pueden ser perfeccionadas con el tiempo. El talento de sus líneas iniciales apunta a un autor que tiene conciencia de los posibles riesgos y no se deja amedrentar por ellos.
Su novela Céus e terra (Cielos y tierra) (Record) fue vencedora del Premio Sesc de Literatura de 2016 en la categoría novela, y del Premio São Paulo de Literatura 2017, categoría autor de estreno con más de 40 años. Céus e terra es resultado de sus investigaciones acerca de la muerte, con vistas a una maestría en antropología por la Universidad Federal de Bahia (UFBA).
El libro cuenta la historia de tres muertes ocurridas en 1974: un gitano, un niño y un labrador. El niño, de nombre Galego (Güero), hijo de familia muy humilde, es decapitado por accidente al inicio de la obra, cuando entonces descubrimos que es ese pequeño difunto el narrador de toda la historia. Sin piedad por su propia muerte y sin sufrimiento alguno, el pequeño fantasma acompaña la vida de la ciudad: el restaurante que se inaugura en un viejo caserón, el movimiento en la peluquería y la farmacia, la muerte de sus habitantes, las bodas, la llegada y partida del circo.
Fragmento de la novela Céus e terra
Abril
Cuando yo tenía doce años, fui a ayudar a sacar a un hombre de la cruz. Lo encontré muerto y acabé muriendo también. La primera notícia era que el hombre estaba colgado en una cuerda, y nos apresuraron para ir a buscarlo. En el camino, topamos con otro testigo que ya habló de un sujeto clavado en un árbol, como el Dios que se ve por ahí, en las iglesias. Yo era niño de poca instrucción, casi ninguna religión, pero ya había oído hablar de santos, muchas y muchas veces, como almas que estaban presentes en la vida de los hombres, ayudando a las personas a hacer lo que hacen. Los santos me parecían como un espíritu que algunos adultos sabían invocar y otros no, cuando el crucificado apareció delante de mis ojos, en día de sol y con heridas recientes. Y yo lo contemplé también muy poco, porque pronto mi muerte se mezcló con la de él.
Me cortaron el año de 1974, en la parte de atrás de la hacienda Guaraní, de un solo golpe de machete. Que yo sirviera de ejemplo a quien anda despreocupado por el matorral. Mi cabeza rodó muy cerca de ahí, sin grandes invenciones, un niño menudo, mestizo de indio, en la orilla seca del río de la Sangre. Lo demás cayó hacia el otro lado, muerte de indio es muy fácil. ¿Todo por qué?
El patrón, José de Arimatea, había invitado a sus empleados a ir a retirar a un ahorcado que estaba colgado en un árbol allá por atrás de su hacienda Guaraní, y nosotros fuimos. Los tres vaqueros y yo, criado de la casa, niño de servicios que quería crecer rápido para ir a sacar argollas y ganar dinero con mi trabajo. Fui adelante, pensando en ser más héroe que los adultos que andaban conmigo, abriendo camino en el barro duro de los márgenes del río de la Sangre, entre los espinos aguzados por el calor del agreste. Yo pasaba, feliz como los peces que nadan entre las plantas de los ríos, de ojos desconfiados, pero lisos, y no veía ningún problema, hasta que avistamos el cadáver colgado en un claro. En aquella hora, el sol dominaba todo, incluso lo que estaba por debajo de las copas de los árboles.
Un hombre blanco, flaco, de barba y cabellos largos, estaba clavado por las manos, pendiente de un árbol barrigón, el cuerpo desnudo y ensangrentado. Sus costillas estaban cortadas por cuchillo, de un lado, y su brazo izquierdo también. Los huesos casi aparecían, y él no exhalaba ningún aliento, ningún movimiento, nada más el silencio en el claro, la luz del sol estallando en el polvo que volaba. Un machete cortó mi cabeza delante del crucificado.
Brotó la sangre, pero seguí viendo. Yo, que hasta entonces era solamente niño, de importancia alguna, aparté las ganas. Justo en aquella hora en que caí ya me vi de pie, y así hasta hoy. Si pudiese, hasta ayudaba a recoger los pedazos y trabajaba en el entierro, si acaso el entierro fuese en la misma hora. Misterio ninguno, pero tuve miedo.
João de Isidoro salió del matorral, la piel del rostro roja como brasa, miró la cabeza caída en el suelo y habló para la gente del Señor de Arimatea, aun transida de susto:
— ¡Diablos, era el niño de Don José! ¡Santo Dios! Los hombres que me seguían ni le dieron atención, pero se dejaron caer sobre el niño muerto, en los temblorosos gestos de no saber si me juntaban o si apretaban las manos para orar por mi muerte, que ya recordaba la otra muerte del Crucificado, y aquella también recordaba la mía. Los vaqueros se quedaron horrorizados de ver lo rojo pintando el cascajo húmedo, brincando hacia sus brazos y chorreando sobre las plantas y las ropas que aún cubrían al niño. Casi de inmediato, percibieron que no había más recurso para aquella pequeña criatura, pero necesitaban estar seguros de aprovechar algún resto de vida, al menos acariciar al moribundo mientras él aún tenía espasmos, o despedirse de su alma. Entonces pararon de perder tiempo con aquello, abandonaron al niño y a la muerte, y buscaron explicación.
João de Isidoro lo había hecho por susto, estaba horrorizado con aquella visión del hombre clavado en el barrigón. Él había salido para cazar bien temprano y se había encontrado con el flagelo. Permaneció escondido en la floresta por una buena hora, callado, con el machete empuñado, y las lágrimas más le venían cuanto más él oraba. Creía que estaba viendo a un santo allí, en aquel hombre crucificado, y curaba todos sus dolores mirando para aquel dolor ensangrentado. El machete, sin embargo, lo hacía hombre suficiente de potencia, hijo de Dios en la tierra, poderoso rey del trueno, para cazar al malhechor de tan cruel saña asesina. Oyó el ruido en la maleza, pasos y voces de hombres y cortó la cabeza del primero que se le apareció. — Pero era el Güero... ¡Dios mío, el niño de Don José!
Sin embargo, perdonaron a João de Isidoro. En los términos, primero porque él era hombre honesto, aunque un poco disparatado, una mezcla de bebedor contumaz y místico de ocasión. Después, porque la circunstancia era realmente para el agobio, y hasta de enfermar, de tanto terror. ¿Quién no se quedaría asustado en medio del campo, ante un cadáver estirado como piel de tenería? Después, además, porque el muerto decepado había sido yo — nada contra mi persona, pero el chavito Güero nada más era que un niño, aunque lleno de pechuga, es cierto, y promesa de ser buen vaquero, interesado ya en las artes del manejo del ganado. Nada más, sin embargo, que un borrego fácil de fabricar.
No necesitaban dar cuentas a mi mamá, que ella ya no estaba viva, había partido cuando yo aún contaba mis siete años de edad. Mi abuela, que me cuidó por unos dos años más, en una casa llena de primos barrigudos y llorones, debía estar padeciendo en alguna plantación seca lejana, mi padre, desaparecido. Yo solo tenía a mi familia que me cuidaba, que se podría decir adoptiva, si no fuera el hecho de que ellos me querían más como empleado que como pariente. Ellos eran el Padrino José, la Madrina, su esposa, y los cinco niños hijos hombres a quienes yo obedecía a todos.
(...)
Traducción de Elizabeth Nazzari Verani y Juan Manuel Canela
Carvalho, Franklin
Céus e terra
Brasil: Record, 2016