Responsive image©Ivson Miranda / Itaú Cultural

 

Estevão Azevedo

 

 

Estevão Azevedo nació en Natal, capital del estado de Río Grande do Norte, en Brasil. Desde niño vive en São Paulo, la ciudad más grande del país. Comenzó sus estudios en publicidad, por su deseo de crear,  pero pronto descubrió que ese deseo se restringía      a la creación con las palabras, y por cuenta de dicho afecto por el texto emigró hacia     el periodismo, área en la que terminó formándose. No obstante, no tardó mucho en concluir que no tenía verdadera vocación para escribir respecto a una anhelada verdad. Finalmente se graduó en letras, ámbito en el que pudo sentirse como en casa.

Posee una maestría en literatura brasileña por la Facultad de Filosofía, Letras y Ciencias Humanas, de la Universidad de São Paulo (USP), con una investigación sobre la obra del escritor brasileño Raduan Nassar, que saldrá publicada en libro en 2018. En 2005 publicó el libro de cuentos O som de nada acontecendo (El sonido de nada aconteciendo) en Edições K, colectivo de autores de varias ciudades grandes de Brasil. Su primera novela, Nunca o nome do menino (Nunca el nombre del niño —Terceiro Nome, 2008; Record, 2016) fue finalista del Premio São Paulo de literatura, uno de los más prestigiosos de Brasil, en 2009.

Tiene cuentos publicados en revistas y en la antología de escritores brasileños Popcorn unterm Zuckerhut – Junge brasilianische literature, lanzada en 2013 en Alemania. Tempo de espalhar pedras (Tiempo de esparcir piedras — Cosac Naify, 2014), también lanzada en Italia y en Portugal, fue escogida como novela del año por el premio São Paulo de Literatura 2015. Además de su desempeño como escritor, es editor con experiencia en varias casas editoriales. Actualmente trabaja en FTD Educação, una de las mayores editoriales de Brasil, en el área de literatura infantil y juvenil. Además de la prosa de ficción, escribe palíndromos.

 

Fragmento


Relato “El rojo y el blanco”

incluido en Posibilidades de la Fotografia Contemporánea: Mezanino y Portfólio

El payaso cuando sale de la fiesta se olvida la gracia, aunque en la superficie del rostro todavía lleve las pinturas, de todos los colores. Bajo la piel, un único color rojo — pintura que corre por laberintos líquidos —, que se disfraza de arcoíris sólo al cruzar el prisma de la carne. A su vez, los soplidos que expulsa el órgano latente, esos descoloran antes incluso de alcanzar la piel. Mágico que saca la sonrisa del sombrero de copa, el payaso preferiría sacar de dentro de sí a un ser. En una fiesta de escuela, hace tiempo, él había sido un policía que corría con torpeza mientras el bandido le pateaba insistentemente el culo. Otra vez, en un cumpleaños de niño, había hecho travesuras, vestido de mono, sobre el monociclo. Los niños se morían de la risa, él vivía de risas. ¿Pero qué entregaba él? Al llegar a casa, no siempre se lavaba primero. Antes, verificaba las cartas que habían llegado, destinadas a alguien cuyo nombre él sabía que era suyo. Una comida ligera. La lectura del periódico. Entonces, el agua caliente corriendo, las fibras de la esponja frotando los poros, en la rejilla un río multicolor disipándose y sólo entonces su propia coloración, algo ocre, algo borrosa, restituida.

Después del día repleto de celebraciones ajenas — era un sábado —, el payaso decidió no dormir inmediatamente. Saldría, se divertiría en algún sitio. La noche estaba fría, por lo que agarró el abrigo azul y salió. Al llegar a la calle, notó un pequeño detalle rojo en el pulso. Esa porquería de pintura barata, era difícil sacarla. Se sentó en la barra en un bar y observó: tres amigos contaban chistes y al reírse exhibían sus gargantas. Una muchacha sola había pedido una bebida muy colorida y, por la mueca que ponía a cada trago, era también muy fuerte.

— Hola.

¿Qué tal estás? — él insistió.

Los ojos de la muchacha se llenaron de un odio dulce, como si la bebida le inundara las órbitas, antes huecas. Miraron   a través de él con un odio indiferente y volvieron al vaso. El regresó a su lugar en la barra. Pidió una cerveza y se resignó: de hecho, no había sido original. Los tres hombres que estaban en el bar se acercaron, solidarios. Le dijeron una o dos frases de incentivo, contestadas entusiásticamente. Mejor comulgar en la fruslería que creer en el buen credo solo. Estaban tan animados los tres amigos que no lo escuchaban, tampoco le hablaban. Él era una presencia muda en el escenario. Pidió otra botella. La mezcla de las tres voces disminuía poco a poco.

El payaso se despierta, al otro lado de la aguja del reloj hay un niño que espera su personalidad disfrazada. Las venas de la cabeza laten, buena señal, todavía hay por debajo de tantas capas espesas de pintura un órgano que pulsa. Se traga una pastilla para el dolor, corazón en exceso afecta el desempeño de los payasos. Pintura blanca le circunda los labios. Rayas negras sobre los párpados. La pelota roja casi lo impide respirar. Y parte para sufrir por los demás y echar sonrisas el payaso, poeta cómico del gesto. En el salón repleto, cuando él surge, un niño rompe a llorar y la madre primeriza lo tranquiliza:

— Tranquilo cariño, tranquilo. Es sólo un disfraz, por debajo hay un hombre.

El vértigo de la revelación le hace tropezar, con enormes zapatos puntiagudos, y tal ballet descoyuntado, que la frase resonando en su cabeza lo hace bailar, “por debajo hay un hombre”, tal balé que la frase provoca, revitalizando su carne, hace que los niños se rían. Por debajo había un hombre. Y ahora incluso las madres, antes distraídas, conversando con las amigas sobre las cualidades de sus hijos, incluso las madres comenzaron a sentir un temblor, una cosquilla en el alma al ver el payaso que parecía estar al borde de desmoronarse en una caída de desconcertante verosimilitud. Se cayó. Se levantó mareado, corrió, agarró su bolso y salió por la puerta. Durante algunos minutos, nada se hizo en el salón que no fuera esperar la nueva entrada triunfal del payaso, lo que no ocurriría.

¡Un hombre él era! ¿Y si antes no lo fuera, cuando tal quimera, de colores delirantes como gris primavera, cuando naciera así tan invisible y opresora?

El payaso corría por la calle y las personas lo miraban. Porque se había descubierto hombre, por debajo de tantos disfraces, ¿es que ahora lo notaban? Él, que nunca se había cansado de vivir infinitas versiones de una misma imagen y de eso había extraído aplausos, ¿cómo podría soportar la nauseabunda responsabilidad de percibirse completo? Y el susto de la figura pintada, con tirantes brillantes sosteniendo los pantalones anchísimos, corría por las aceras y despertaba sospechas. Llegó a casa y, esa vez, fue directamente al baño. En el espejo él era lo que siempre había sido: un nuevo alguien a cada mirada. Llenó sus manos de jabón, abrió el grifo y frotó. Frotó con la urgencia de un ahogado que se debate. Deslizaba por sobre la piel las uñas como si sacara de la vajilla blanca la grasa de una comida con la que se había hartado hasta el límite del mareo. La pintura roja goteaba en la pila. Para encontrar su verdadero rostro, se frotaba con furia amorosa, de ojos cerrados, por debajo había un hombre. Hilos de pintura rubra ya se contorcían en la pila, enrojecían la rejilla y teñían sus uñas cuando finalmente se detuvo, abrió los ojos y se encaró en el espejo. Lo que vio fue sólo un rostro de payaso, la máscara intacta, la piel todavía perfectamente blanca, los párpados rayados de negro, una sonrisa atrofiada e hilos rojos de sangre que se escurrían por las mejillas y goteaban por el mentón.

Azevedo, Estevão
Posibilidades de la Fotografía Contemporánea:
Mezanino y Portfólio
Brasil: 2010