©Gustavo Stephan
 

CUENTO LA PEQUEÑA MUERTE

Ella solo sabía: en el comienzo, era una niña.
Una niña que fue creciendo con una angustia de las grandes.
Cuando creció para siempre, se dio cuenta de que era inmensa. No tenía límites para lo que sentía. Su corazón se arrebataba con la vida. Se asustaba con tanto. Tenía hambre, de todo, por todo. Miraba el mundo de ojos abiertos. Si hubiera podido, habría mordido las carnes, poseído la materia. Pero generalmente solo pasaba la mirada por sobre todas las cosas, consumiéndose con lo que no podía consumir.
Pensó en la niña de trenzas que había sido.
Recordó que cuando era pequeña tenía un juego preferido: cazar hormigas.
Mientras mascaba chicle iba aplastando hormiguitas. Lo hacía sin pensar, casi sin saber lo que hacía. Cuando descubrió que mataba, e incluso así tan distraída del propio crimen, comenzó a rodar por el suelo hasta no aguantar ver todo tan torcido. Y cayó a los pies del hormiguero.
Acostada, sintió el movimiento de los bichos sobre la tierra. Cerca de sus piernas, de su rostro. Tuvo miedo. Pero el corazón se le encogía de culpa. Decidió no moverse. Percibió que la congoja de su corazón era más una sensación que una certidumbre. Pensó que sentiría mejor la culpa si pudiera sentirla en la carne. Estaba decidida a enterrar la cabeza en la tierra, entregar su cuerpo a las hormi- gas. Entonces, muy lentamente, abrió los brazos para recibir el castigo. También abrió los ojos hasta donde pudo. Quería sentir mucho dolor.
Al llegar a la casa corrió hacia su cama, donde ardió de fiebre, de desvaríos. Le dolían las picaduras, la culpa.
Después se levantó con una angustia mortal, y con pasos muy lentos y desequilibrados, todavía en delirios, se dirigió, mareada, mareada, al patio. Segura de que no había otro lugar adonde ir.
En el comienzo, sentía pena por las hormigas muertas. Pero luego se afligía por las vivas.
El placer, o mejor, el alivio, era mayor que la pena. Mejor que jugar a las muñecas era jugar a las hormigas. O entonces, a las gallinas.
No, no mataba gallinas. Quien lo hacía era la empleada, Jacira. Ella solamente las veía morir. Nece- sitaba verlas morir.
Cuando sabía que serían el almuerzo, corría al patio tras Jacira. Primero, solo miraba.
Las veía lindas así tan inocentes de su destino.

Después, observaba cada una, buscando adivinar cuál de ellas sería la víctima. Entonces elegía a la de cara más espantada.
Y sin falla Jacira iba sobre la gallina elegida. Era siempre así.
Jacira insistía en que volviera a la casa, pero ella se obstinaba en ver todo hasta el final. Le gustaba ver al animal luchando. También le gustaba ver cómo perdía las fuerzas. Pero, principalmente, lo que más le gustaba era cuando el animal se entregaba a la muerte. Y la mirada era tranquila y segura. Ella esperaba hasta ver toda la agonía terminar en el último suspiro.
Así terminaba también su agonía. Era el alivio.
En el almuerzo masticaba la carne de la víctima con curiosidad y placer. Buscaba el gusto de la carne muerta entre las especias. Cerraba los ojos antes de tragar. Y nunca comía solo un pedazo. También pedía carne jugosa, casi cruda. La madre le sonreía y elogiaba su apetito. Ella también sonreía. Y mi- raba a los adultos. Se preguntaba si se sentían así tan febriles y felices como ella. Pero ellos comían de una manera tan distraída de matar hormigas que se dio cuenta de que era inútil preguntar. No sabían. No sabían lo que ella sabía. Ella, que sentía una parte caliente del mundo dentro de sí, intuía algún misterio que todavía no tenía nombre en su vocabulario. Pero era bueno, muy bueno.
Recordó otro episodio: estaba acostada en el pasto, feliz, entre las hormigas. Abrazaba el suelo, de panza al centro del mundo. Respiraba la tierra, de espaldas al cielo. Entonces cayó justo a algunos centímetros de su cabeza un pajarito herido, casi muerto. Un niño vino corriendo. Paró a su lado y se inclinó atento sobre el animalito.
Ella vio la honda en sus manos.
Lo que sintió, ni después, con más edad y palabras, pudo describirlo. Era el terror. El encanto.
Se acercó al chico. Esperaron juntos, las cabezas unidas, la última respiración del pajarito. Cuando murió, ella suspiró demasiado fuerte para una niña.
Él entonces la miró por primera vez. Una mirada para siempre.
Pero rápidamente se inclinó, tomó al pajarito. Y lo cargó con tanto cuidado y delicadeza que ella, hipnotizada por ese gesto, no contuvo su duda.
– Fuiste tú, ¿no?
Pero él no dijo nada.
– ¿Por qué? Ella insistió.
Y esperó la respuesta que podría salvarla para siempre. Pero él no le prestó atención, ya estaba lejos.

Traducción de Julia Tomasini

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