©Bel Pedrosa

FRAGMENTO DE PASAJERO DEL FINAL DEL DÍA

No ver, no entender e incluso no sentir. Y todo ello sin llegar a ser un imbécil, y mucho menos un loco, a los ojos de los demás. Alguien distraído, en cierto modo, y casi sin pretenderlo. Lo que también ayudaba lo suyo. Motivo de burla para unos, de afecto para otros, se trataba de una cualidad que, a sus casi treinta años, se confundía ya con lo que él era, a los ojos de los demás. Pero no tenía suficiente. Por distraído que fuera, necesitaba buscarse otras distracciones.

   Pedro levantó con la uña la tapita de la parte trasera del minúsculo aparato de radio y cambió la pila. La música volvió a sonar, tan fuerte como el chisporroteo de antes y más alta que los ruidos de la calle. Se había puesto los auriculares en los oídos. Estaba de pie, al caer la tarde, atrapado en la diagonal rasante de un sol en ascuas que se resistía a marcharse y se negaba a refrescar. Un sol casi pegado a su frente y a la de todos los demás que guardaban el orden en la cola, a la espera del autobús en la parada terminal.

   Nada se interponía entre el sol y las cabezas de los presentes, a no ser la parte más alta del poste de hormigón y los cables colgantes de luz o teléfono que, en lo alto, se extendían hacia ambos lados con la simetría de un costillar. No había más sombra que la que arrojaba la cola de pasajeros, alargada casi al máximo sobre la acera. El retraso del autobús, el hedor a orina y basura, la acera hecha de agujeros y charcos, el asfalto ardiente con manchurrones azules de aceite, casi a punto de humear… Pedro ya estaba incluso acostumbrado. No son los consentidos, sino los adaptables, quienes sobrevivirán.

   Pensándolo bien, no se trataba tanto de acostumbrarse, ni de consentir a nadie. Lo que ocurre es que nunca hay que dejar pasar la ocasión de avanzar en la escala evolutiva, de subir otro peldaño. De hecho, es imposible quedarse quieto, y sea cual sea la dirección en la que echen a andar los pies, el suelo no tarda en adoptar la forma de una escalera. Además, justo es reconocerlo: sin malestar, sin adversidad, sin un castigo siquiera, ¿cómo se puede esperar que haya algún tipo de adaptación?

   Pedro, quizá a causa de la música embutida en las orejas, tardó en comprender que un autobús se acercaba desde detrás, por la calle, pegado a la acera. Cristales medio sueltos en las ventanas y placas metálicas flojas traqueteaban dentro y fuera del vehículo. Alguien había dejado abierta la solapa que protegía la boca del depósito de combustible, por lo que, con cada nueva sacudida de las ruedas, el pequeño cuadrado metálico restallaba con fuerza contra la carrocería. Por unos instantes, la sombra alta y rectangular del autobús engulló la de la cola que se había formado en la acera. Pero, en lugar de detenerse, el autobús pasó de largo, dejó atrás a los pasajeros que esperaban y se dirigió a la siguiente parada, veinticinco metros más allá.

   Era un autobús de otra línea. El conductor apagó el motor, se incorporó, saltó por encima de la cubierta del motor y bajó a trompicones los tres peldaños de la puerta, haciendo estremecer toda la carrocería con cada nuevo pisotón. Luego rodeó el autobús por delante apresuradamente. Oculto de las personas que esperaban formando varias colas en la acera, orinó a cielo descubierto, de espaldas a la calle, el cuerpo vuelto hacia la rueda, casi apoyado en el neumático de delante.

   Con la llegada de aquel autobús que no era el suyo, Pedro notó que su cola se estremecía de punta a punta, sacudida por una corriente de impaciencia. Algunas cabezas se volvieron hacia atrás en busca del autobús rezagado. Varios desconocidos intercambiaron refunfuños. Los cuerpos cambiaron el pie en que se apoyaban, hincándolo con rencor en los agujeros de la acera.

Traducción de Rita da Costa
Rayo Verde Editorial, 2012

 

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