FRAGMENTO DE LA TRISTEZA EXTRAORDINARIA
DEL LEOPARDO DE LAS NIEVES
No duermo desde hace dos semanas. Aunque antes tampoco dormía muy bien. Hasta entonces, hasta la noche en que dejé de dormir, preparaba el desayuno en cuanto mi viejo abría los ojos y luego nos íbamos al trabajo. Todos los días eran el mismo día. Entre el fin de la jornada nocturna en el distrito policiaco y el principio de la mañana me quedaban dos o tres horas que dedicaba a nadar entre las sábanas, hundiéndome sin poder llegar a la otra orilla.
Después, en la tienda de abarrotes, mientras el viejo se acomodaba en su banco, tras la caja registradora, su sitio habitual durante los últimos sesenta y cinco años, yo, medio sonámbulo le daba instrucciones a nuestro único empleado sobre la sustitución de productos, el re-etiquetado y sus demás obligaciones.
El boliviano (¿era el joven de siempre o uno nuevo?) despegaba despacito las etiquetas de los paquetes de baggels, varenikes y jalá, muy despacito; ¿se estarían acabando las pilas del reloj de pared? Las manecillas parecían inmóviles, demasiado silenciosas, me pesaban los párpados, en las repisas sobraba espacio y, entre las manecillas, minutos.
Los negocios no andaban bien. A través de la rendija oscura de las latas de ajonjolí, allá al fondo, un par de ojos me observaba. No solía hablar con nadie después de eso, salvo por las llamadas de cobro, cada vez más frecuentes, y veía al viejo intercambiar frases en yiddish toda la tarde con un cliente tan viejo como él, su amigo Glass, otro sobreviviente de las reuniones del Yugent Club en el edificio de la Zukunft. Me imaginaba el cariz de aquellas pláticas, los posibles temas de conversación entre un afásico y un amnésico, cuántas novedades inaccesibles se glosarían ahí. Las visitas cesaron cuando el Dr. Glass se mató, hace dos semanas, el día en que cumplía cien años. A partir de entonces todo se volvió un caos, hasta mi sueño.
Al poco tiempo, el viejo también intentó matarse. Un día, al volver de mi guardia en el 77º Distrito Policiaco, me lo encontré en el baño con el rastrillo barato de plástico en la mano. Trastornado, sin entender bien por qué había fracasado, se frotaba con fuerza el instrumento contra la muñeca. Al principio pensé que estaba bromeando. La lámina de afeitar sólo le lastimaba un poco la piel senil, haciéndole unos moretones medio azulados.
Lo rasguñaba, pero no llegaba a herirlo de verdad. De pie en el batiente de la puerta, repetí su nombre dos o tres veces, procurando no asustarlo. Entonces dejó caer el rastrillo en el charco amarillento, con el dobladillo de la pijama empapado en orines. Me miró sin reconocerme: sus ojos no tenían luz. Su cuerpo parecía un costal de estopa a medio vaciar, un bulto abandonado que el gato, saliendo de las repisas, olisqueó el tiempo suficiente para darse media vuelta.
La escena era absurda y un tanto cómica. Aunque todo esto pasó ayer por la noche; ya es parte del pasado. Estoy en la comisaría, no oigo ningún ruido en las celdas y veo sombras allá afuera, adictos al crack que se desparraman por las calles. Pero no he podido descansar y ayer todavía es hoy, y antier sigue siendo ayer. El pasado está por suceder. Es ahora, va a ser mañana. La eternidad se concentró en un día que no pasa nunca. No sé si voy a volver a dormir.
Traducción de Paula Abramo
Almadía, 2015 |