FRAGMENTO DE ÍRISZ: LAS ORQUÍDEAS

Tendría yo que estar atolondrado o parecerme más a ella para seguir escribiendo sobre lo que no sé.

   Tendría que empezar a llorar y ya no sé cómo. La palabra que explica la falta que ella me hace está presa en el diccionario y no sé cómo sacarla, porque necesito a Írisz para que me enseñe. Releo lo que escribo y ya no sé si tiene sentido. Tal vez sea bonito, tal vez yo haya aprendido con ella a transformar en metáfora todo lo que veo. Si fuera bonito la belleza no sería mía, sino de ella. Me pareció que yen- do bien lejos, hablando de una manera tan diferente de la mía, estaría yo más cerca de una forma de pensar y de hablar que viene de la muerte, pero que por eso mismo está más cerca de la vida. Ella ya no quiere saber del dolor, porque lo ha visto de cerca, ya conversó con él.

   Mi pérdida es teórica, y debe ser por eso que mi discurso es más sombrío. Estoy aquí, con mi dolor intelectual, tratando de imitarlo y lo único que consigo escribir son palabras tibias. Ahora que ella desapareció quise contar la historia —que no entiendo bien— desde el comienzo porque me pareció que, así, entendería alguna cosa.

   O para estar un poco más cerca del modo en que ella vino a parar a mi vida que, hasta su llegada, era tranquila y ordenada. Pero entonces llegó ella trayendo a Hungría, la revolución derrotada, las palabras y una manera tan desorganizada de hacer y pensar las cosas, que acabó por desquilibrarme también.

   Ahora estoy sintiendo que todo vuelve a la normalidad y que preciso de aquellas palabras des- barajustadas, de los juegos de palabras equivocados, de los dichos en húngaro y en portugués, del acento forzado, de las canciones inventadas y de las preguntas sin sentido para recobrar un desorden del que aprendí a gustar. Ella vino acá a estudiar las orquídeas, asunto que yo conozco pero que ella ignoraba por completo. Es como si la casualidad, el azar y las circunstancias hubieran armado una trampa: una investigación con flores cuya descripción, en todos los informes que ella escribía, era una flor epífita.

   Desde la primera vez, en lugar de hacer anotaciones estrictamente científicas, ella comenzó a di- rigirse a mí, a su madre, a Imre y a todo el mundo y a hacer comparaciones entre ella y las orquídeas. Ella y la orquídea son parecidas ciertamente: brotan en el aire, en lo alto de otros seres afincados en la tierra —ese sí lugar acertado para crecer. Se alimentan de los restos de otros seres dispersos por ahí y, por eso, pasan por parásitas. En cuanto ella supo que en portugués la característica principal de la epífita es “raíz aérea” reconoció su nombre —Írisz— codificado entre las letras y decidió que todo había sido un truco del destino, algo en lo que no creía pero tenía la certeza de que, por eso mismo, la perseguía. Atravesó medio mundo, cruzó lenguas geográficamente próximas, aunque asimismo dis- tantes pues ninguna se parece al húngaro, para venir a parar aquí, a estudiar las orquídeas y aprender a hablar portugués, otra lengua isla, igualmente cercana y lejana de todas.

   Decía que podía ver incluso a las tres hermanas hilanderas —Cloto, Láquesis y Átropos— traman- do con sadismo la emboscada hecha exclusivamente para ella. Lograba oír los diálogos: —¿Estás viendo aquella criatura allí, llamada Írisz, en ese país extraño donde acabamos de hacer al pueblo perder la revolución? ¿La mandamos a estudiar orquídeas a Australia? ¿No sería divertido?  —Eso. —Pero no a Australia, al Brasil. Esa fue la raíz aérea que la sacó de allá, de dentro de una revolución fracasada, del laboratorio donde estudiaba amapolas, y la trajo hasta acá; la que hizo que encontrara una razón aparentemente justa para dejar a su madre en el sanatorio, enferma; que abandonara a Imre, con el pretexto convincente de no saber si él seguiría vivo el día siguiente.

Traducción de Ramiro Arango y Mercedes Guhl
Companhia das Letras, 2015

 

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