©Rodrigo Deodoro

FRAGMENTO DE EL TURNO DE MORIR

Izabel estaba acostada de espaldas al sol leyendo una revista científica norteamericana de Ulisses. Alzó una ceja interrogante cuando Cecilia llegó con un maletín plateado.
      —¿Qué es eso?
       Cecilia apretó los labios, misteriosa.
      —Mi maletín de viaje.

   A continuación puso el maletín sobre la mesita de la piscina y soltó el seguro.
En su interior forrado de negro había unos cuantos vibradores de marca, a más de cosas tales como esposas y geles. Las texturas eran delicadas; los colores, variados y exóticos.
Había un juguete de conectar a la corriente eléctrica que Izabel siempre había estado loca por ensayar, pero no había ninguna toma cerca. Le puso la pila a uno y evaluó su potencia en la palma de la mano.
        —No sé por dónde comenzar.
        —Me gusta este de aquí —dijo Cecilia—, a ti te va a gustar todavía más.

    Acostó a Izabel dejando pesar la mano en su pecho. Acostada, Izabel la vio empacar el vibrador en un preservativo y aflojarle el biquini. Ya iba a entrar sin más cuando recordó alzar el juguete y mojarlo antes con un hilito de saliva.
Era un bastoncito rosado con una bola en la punta, de esos que prometen orgasmos rápidos y eficientes por la estimulación del punto G. Cecilia la masajeaba y la miraba con carita ansiosa. No quedaría tranquila hasta que ella no se viniera. Y, obviamente, entre mujeres no se podía fingir.
    —¿Y entonces qué, bueno?— le preguntó.
    —Bueno.
Izabel se había venido con cara normal, sorprendida por la falta de aviso de ese orgasmo: de cero a cien en un segundo. Gimió. Sacudió las manos, agitada, para que Cecilia le sacase aquello de la vagina.
        —¡Uy, cómo eres de sensible!—rió Cecilia, encantada.
         —¡Eso es muy tramposo! Aprovechada.
         —¿Te enojaste?— se mofó Cecilia.
         —Mi turno.

    Sentía saña. Le iba a mostrar cómo es que era. Se montó sobre Cecilia y encajó entre ambas un vibrador en forma de cuña, le aplicó lubricante y ejerció presión vertical para que el juguete se es- curriera contra el clítoris de la amiga. Tomó el menor de los conectores azules y se lo insertó en su propio trasero. Los pezones de Cecilia trepidaron al contacto con los guantecitos gelatinosos que se había puesto en los dedos; demasiada pirotecnia. A continuación desprendió los dedales y pellizcó directamente en la piel.
    Cuando ya estaba caliente, Izabel le chupó el coño al paso que le cincelaba los bordes con un vibrador puntiagudo. Cecilia echaba la cabeza para atrás y cerraba los puños para cubrirse los ojos.
         —Grrn.
         —¿Y ahora quién es la sensible?— provocó Izabel.
     Luego quedaron estiradas y jadeantes, los biquinis a la distancia manchados de lubricante, un montón de juguetes regados por el deck. Izabel se descubrió pensando en el vibrador conectado a la corriente. Se desperezó en dirección del maletín, pero vio algo allá adentro. Un bulto. Un bulto dentro de la casa. El paisaje reflejado en la ventana no dejaba identificar a la persona.
        —¿Quién anda por allá adentro?
        —Ah— minimizó Cecilia. —Es la empleada.
        —¿No puede vernos aquí?
        —¿Y qué si puede?
        —No quiero que nadie ande viendo.
        —Tranquila. Ella es de confianza.
        —¿Estás segura? La gente de aquí se cree todo.
        —¿Y qué tiene?
       —Nada— dijo Izabel, encogiendo los hombros. Se agachó y recogió vibradores y conectores pegajosos del suelo, sujetándolos por los condones.  —¿Quieres que hierva esto?— ofreció.
        —No, está bien así.
     Izabel lavó los juguetes con lavatrastes en la pileta junto al asador y los secó con toallas de papel, devolviendo cada uno a su compartimento. Cecilia era bien capaz de hacerle lavar a la empleada sus juguetes sexuales, y esa idea la horripilaba. La amiga no entendía ciertas distinciones. Izabel no era exhibicionista, simplemente le gustaba el sexo al aire libre. Y a Cecilia la atraía el riesgo de que la vieran. No había problema, Izabel sería la última en juzgar; pero que Cecilia no tratara de pervertir su perversión.

Traducción de Ramiro Arango y Mercedes Guhl
Editora Companhia das Letras, 2014

 

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