©Stefano Martino

FRAGMENTO DE DÍAS PERFECTOS

Gertrudes era la única persona que le gustada a Téo. Desde el primer momento supo que los en- cuentros con ella serían inolvidables. Los otros alumnos no se sentían tan cómodos. Las chicas se tapaban la nariz apenas entraba en la sala; los chicos intentaban mantener la compostura, aunque las miradas revelaban su malestar. Téo no quería que notasen lo bien que se sentía allí. Andaban a pasos rápidos y con la cabeza baja hasta la mesa metálica.

   Serena, esperándolo, estaba ella. Gertrudes.

   Bajo la luz pálida, el cadáver adquiría un tono amarronado muy peculiar, como de cuero. La ban- dejita de al lado contenía instrumental para acometer investigaciones más profundas: unas tijeras con la punta curva, dos pinzas —Una anatómica y otra de diente de ratón— y un bisturí.

   —Podemos observar la vena safena magna, cerca de la cara medial de la rodilla. A medida que asciende el muslo, pasa hacia la cara anterior, en el tercio proximal—expuso Téo.

Estiró el epitelio de Gertrudes para mostrar los músculos resecos. El profesor bajó los ojos, ensi- mismado en su carpeta sujetapapeles. Adoptaba una pose seria, pero Téo no se dejaba intimidar: la sala de anatomía era para él un hábitat idóneo. Las camillas por los rincones, los cadáveres diseca- dos, los miembros y órganos en botes le transmitían una sensación de libertad que no encontraba en ningún otro lugar. Le gustaba el olor del formol, las herramientas en las manos enguantadas, tener a Gertrudes sobre la mesa.

   En su compañía la imaginación no tenía límites. El mundo desaparecía y sólo quedaba él. Él y ella. Gertrudes. Había elegido el nombre durante su primer encuentro, ella todavía con las carnes en su sitio. La relación se fue estrechando a lo largo del semestre. En cada clase Téo realizaba un nuevo descubrimiento: Gertrudes adoraba sorprenderlo. Se aproximaba a la cabeza —la parte más intere- sante— y sacaba conclusiones. ¿A quién pertenecía aquel cuerpo? ¿Se llamaría realmente Gertrudes?
¿O tendría un nombre más ordinario?

   Era Gertrudes. Al mirar la piel reseca, la nariz afilada, la boca ajada de un color amarillo pajizo, no concebía otro nombre. Aunque la degeneración había hecho desaparecer su aspecto humano, Téo veía algo más en aquellos glóbulos deformes: veía los ojos de la mujer arrebatadora que, sin duda, había sido. Podía dialogar con ellos cuando los demás no miraban.

   Probablemente había muerto vieja, sesenta o setenta años. La escasez de pelo en la cabeza y en el pubis confirmaba tal hipótesis. Tras un minucioso examen, Téo había localizado una fractura en el cráneo.

   Respetaba a Gertrudes por encima de todo. Solo una intelectual sería capaz de desprenderse de la adulación de un entierro para ir más allá y pensar en la formación de los médicos jóvenes. Mejor servir de luz a la ciencia que ser devorada en la oscuridad, habría razonado ella, sin duda. Habría tenido una estantería repleta de buena literatura. Y una colección de vinilos de su juventud. Habría bailado mucho con aquellas piernas. Bailes y más bailes.

   Es verdad que gran parte de aquellos cuerpos de las cubas malolientes pertenecían a indigentes, a mendigos que encontraban su propósito de vida en la muerte. No tenían dinero, carecían de educa- ción, pero disponían de huesos, músculos y órganos. Y eso los volvía útiles.

   Gertrudes era diferente. Difícil creer que aquellos pues hubieran padecido las calles, que las ma- nos hubieran recibido calderilla a lo largo de una vida mediocre. Téo tampoco aceptaba la idea del asesinato: un culatazo en la cabeza después de un asalto, o golpes de un marido traicionado. Gertru- des había muerto por alguna causa extraordinaria, por un incidente en el orden de las cosas. Nadie habría tenido el valor de matarla. A no ser un idiota…

Literatura Random House, 2015

 

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